martes, 28 de julio de 2009

Pájaros y concertinas

Pájaros y concertinas
Se llama Lisardo López Antequera y duerme tras los barrotes desde hace tanto ya que ha dejado de contar los años. "En el 64 o 65, creo", murmura su boca desdentada mientras su mirada persigue un pájaro que vuela más allá de la concertina. Contar pájaros. Dice que ese es su entretenimiento, su rutina, cada día que sale a pasear por el patio de la cárcel. Entre sus plumas, cuenta, viaja enredado para descubrir el mundo ya desconocido que hay al otro de los muros. Cuenta que ha viajado a Brasil, a Argentina, a Suecia y a Irlanda, con la imaginación que vuela entre los corzos, las cigüeñas y los cuervos que cada mañana pasan por allí sin detenerse. "Estoy aquí porque maté", reconoce sin orgullo. Hace ya tiempo que olvido las razones de la reyerta. El odio también se ha esfumado. Básicamente esa es toda su historia. De él, esgrime, sólo valen sus ojos, esos ojos donde se mezclan amarillo, verde y gris, esos ojos que persiguen. Su cuerpo se le ha ido encogiendo sin darse cuenta, plegado con los años que ha pasado allí y que ha dejado de contar. Para demostrar que algún día fue joven, sin canas, sin esa barriga que se bambolea al caminar y la leve cojera de su pierna izquierda saca una foto del bolsillo donde, entre las dobleces, se adivina un chaval moreno, casi adolescente, de rostro enjuto y con su misma nariz aguileña.
Hoy Lisardo camina con pasitos chicos por la cárcel, como si quiera recorrerla entera, rincón a rincón. Sólo al principio de llegar, dice, se metía en revueltas con otros presos, peleaba, traficaba y se envalentonaba, después los años comenzaron a pesar en la espalda y se apartó de las trifulcas. Quiso ser invisible y lo logró. Se escondió entre sábanas, calzones manchados y trajes blancos hasta desaparecer. Sólo en sus paseos por la arena levantaba la cabeza, y perseguía. "Bastante eterna es ya la cadena perpetua cómo para pasarla entre puños", musita. Pero hoy no es un día cualquiera. Lisardo ha recogido con su pulso nervioso su Biblia, su muda, su foto, un mapa del mundo ajado y sus dos trajes marrones en una maleta de piel. Hoy al fin es mañana. Cuando ya no la esperaba le han concedido la condicional. Ahora, que tan viejo se siente, le imponen la libertad.
Pero no tiene miedo. Dice que ahora podrá pisar todos aquellos lugares que conoció entre plumas. Alguien ríe ante la revelación. Pero Lisardo hace como si no se entera. De hecho a Los Ángeles, Londres y Egipto los ha rodeado con un círculo rojo en su mapa. Se siente cansado, mira con nostalgia las piedras del patio, el alambre y los pájaros, su mundo, antes de encaminarse pasito a pasito a un mundo que sólo conoce por fotos. Levanta la mano, tímido y mira atrás para decir un último adiós. Pero, entonces, cuando iba a recorrer el último metro, ese que le alejaría definitivamente de allí para instalarle aquí, un pájaro gigante (enorme, de plumaje azul eléctrico y un pico dorado) llega del cielo, se posa dócil ante él, ahueca sus alas, le invita a subir y emprende el vuelo arriba, arriba, más allá de donde alcanzan a mirar los ojos. Dicen quienes lo vieron partir (vigilantes, el alcalde y algún preso, aún con medicación causada por la experiencia) que Lisardo reía estrepitosamente mientras se sujetaba el sombrero, que parecía reír como si, en realidad, su vida no se hubiera marchitado entre las concertinas, como si en realidad su vida comenzara en ese mismo instante.

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