jueves, 30 de julio de 2009

Pesadilla sin sueño

Caminaba con todo el peso del mundo sobre sus hombros, encorvado y mirada baja, agachado y removiendo la arena en cada uno de sus pasos arrastrados con el compás de un reloj obstinado. De sus manos se deslizó un cuchillo, pero no se detuvo a recogerlo y ahí quedó, olvidado, como una huella más que revelaba su senda. No parecía tener un rumbo fijo, porque sus pies trastabillaban y, a veces, volvían atrás durante unos segundos antes de encarar de nuevo el frente. Parecía aturdido, como si jugara al juego de las sillas y se le hubiera olvidado cuál era la suya. Llevaba los dolores del alma remendados en el bajo de sus pantalones, de ahí sus pasos arrastrados, la arena removida. Huía sin saber adonde huir. Gotas de sangre aún sin coagular corrían entre sus dedos y, al apartarse el polvo levantado de la cara, dejaban tras si la tez colorada, como en un disfraz de indio, como si aquello fuera un carnaval. Pero no, ni los tambores se escuchaban al otro lado de la carretera ni el calendario marcaba febrero. Sin disfraz era un asesino. Simplemente eso. "A-se-si-no". Se lo repitió así, lentamente así mismo, y por su espalda corrió veloz un dedo metálico. Notó lágrimas deslavazadas en su rostro. Un sólo instante había bastado para destruir una vida que había tardado cuarenta años en levantar. Tres gritos, un zas, un brillo y la sangre manando a borbotones de un corazón detenido. Así, sin más, toda una vida que se marcha por el sumidero. Ya nunca más sería Antonio Martínez, el carpintero; Antonio Martínez, de Moratalaz; Antonio Martínez, aquel hombre trabajador y leal, aquel que nunca había dejado una multa por pagar; aquel que disfrutaba de sábados con películas de cárceles y palomitas; Antonio Martínez, aquel hombre normal. Aquel acababa de morir al empuñar un vulgar cuchillo de cocina y degollar a su vecino. Qué bobada. Todo por una estúpida música y un sueño mal cogido. Todo, en un instante. Todo convertido en nada. Debía huir hasta encontrar un nuevo Antonio Martínez, ya nunca más el carpintero, pero tampoco jamás el asesino. Aumentó el ritmo de sus pasos, había recorrido ya cinco kilómetros sin saber hacía donde, sólo, quizá, intuyendo que adelante, no podía volver a atrás, espantando sus recuerdos, como si estos pudieran enterrarse bajo el polvo que levantaban sus pies, pero de pronto sus ojos se toparon en el suelo con unas luces azules y rojas que bailaban y todo el peso de su cuerpo, todo el peso del mundo, cayó sobre sus rodillas. La huída había terminado.

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