viernes, 31 de julio de 2009

Ni sueño ni pesadillas

Son las tres de la mañana y los altavoces de mi ordenador escupen aquella canción de Burning que habla de recuerdos del pelo largo, Eric Bardon y los Stone. No puedo dormir, pero no porque esté sola, que no, sino porque llevo en la piel todo el insomnio de Madrid, resbalando lentamente, gotita a gotita. El ruido del ventilador no me deja dormir, Jota da vueltas en la cama, a ratos ronca, a ratos da pequeñas patadas, pero mientras él duerme yo trato de atrapar su sueño. O algo. Pero nada, ni sueño ni pesadillas. Nada. Calor. Enciendo un cigarrillo, anestesia mortal, pero el objetivo del humo se distorsiona y aquí permanezco, despierta, eriática, juntando letras a ver si, por casualidad, encuentro la fórmula en la que se esconde el Abracadabra de Morfeo, o simplemente, un Flex, que adormezca mis sentidos después de que esa colilla que humea en mi cenicero se consuma y los Stone, Eric Bardon y los recuerdos del pelo largo sean sueños o pesadillas, da igual, pero que sean algo que yo no pueda tocar desde la realidad.

jueves, 30 de julio de 2009

Pesadilla sin sueño

Caminaba con todo el peso del mundo sobre sus hombros, encorvado y mirada baja, agachado y removiendo la arena en cada uno de sus pasos arrastrados con el compás de un reloj obstinado. De sus manos se deslizó un cuchillo, pero no se detuvo a recogerlo y ahí quedó, olvidado, como una huella más que revelaba su senda. No parecía tener un rumbo fijo, porque sus pies trastabillaban y, a veces, volvían atrás durante unos segundos antes de encarar de nuevo el frente. Parecía aturdido, como si jugara al juego de las sillas y se le hubiera olvidado cuál era la suya. Llevaba los dolores del alma remendados en el bajo de sus pantalones, de ahí sus pasos arrastrados, la arena removida. Huía sin saber adonde huir. Gotas de sangre aún sin coagular corrían entre sus dedos y, al apartarse el polvo levantado de la cara, dejaban tras si la tez colorada, como en un disfraz de indio, como si aquello fuera un carnaval. Pero no, ni los tambores se escuchaban al otro lado de la carretera ni el calendario marcaba febrero. Sin disfraz era un asesino. Simplemente eso. "A-se-si-no". Se lo repitió así, lentamente así mismo, y por su espalda corrió veloz un dedo metálico. Notó lágrimas deslavazadas en su rostro. Un sólo instante había bastado para destruir una vida que había tardado cuarenta años en levantar. Tres gritos, un zas, un brillo y la sangre manando a borbotones de un corazón detenido. Así, sin más, toda una vida que se marcha por el sumidero. Ya nunca más sería Antonio Martínez, el carpintero; Antonio Martínez, de Moratalaz; Antonio Martínez, aquel hombre trabajador y leal, aquel que nunca había dejado una multa por pagar; aquel que disfrutaba de sábados con películas de cárceles y palomitas; Antonio Martínez, aquel hombre normal. Aquel acababa de morir al empuñar un vulgar cuchillo de cocina y degollar a su vecino. Qué bobada. Todo por una estúpida música y un sueño mal cogido. Todo, en un instante. Todo convertido en nada. Debía huir hasta encontrar un nuevo Antonio Martínez, ya nunca más el carpintero, pero tampoco jamás el asesino. Aumentó el ritmo de sus pasos, había recorrido ya cinco kilómetros sin saber hacía donde, sólo, quizá, intuyendo que adelante, no podía volver a atrás, espantando sus recuerdos, como si estos pudieran enterrarse bajo el polvo que levantaban sus pies, pero de pronto sus ojos se toparon en el suelo con unas luces azules y rojas que bailaban y todo el peso de su cuerpo, todo el peso del mundo, cayó sobre sus rodillas. La huída había terminado.

miércoles, 29 de julio de 2009

El chico del pelo largo que vivía en una casa de radio

El chico del pelo largo siempre soñó con el silencio, con estar en un sitio y no escuchar nada, ni su respiración. Sus padres, claro, montaron en cólera con la noticia, porque aquella, su casa, era una casa de radio. Las había hasta en el baño, de esas con una ventosa que se pegaba al cristal y cuya batería era innagotable, de Jiménez de los Santos a Cristina Lasvignes, radiaba a todas horas y todas las cadenas, aquellos apararitos repartidos por toda la casa no dejaban de escupir las voces de los locutores de moda. Por eso el chico del pelo largo tenía un problema. No conocía el silencio, el total, el absoluto. Cuando era de noche sacaba la cabeza por la ventana tratando de escapar a Hablar por hablar, pero allá había sirenas, coches y gritos y ni siquiera tapándose los oídos con las manos era capaz de escapar de los ruidos, de los dentro y de los de fuera. Eso sí, en su casa no se hablaba, para eso ya estaba la radio, cuando sus padres querían decirse algo, esperaban pacientemente a que el locutor de turno dijera algo parecido a lo que querían decir y subían el volumen. Así eran se comunicaban desde siempre. El chico del pelo largo un día, harto de que nadie le escuchara en una casa en la que básicamente sólo se escuchaba, se marchó. Detrás dejó cincuenta y un aparatos de radio destripados para emprender un viaje al fin del mundo, por si allí se escondiese el silencio, para escucharlo por una vez en su vida.

martes, 28 de julio de 2009

Pájaros y concertinas

Pájaros y concertinas
Se llama Lisardo López Antequera y duerme tras los barrotes desde hace tanto ya que ha dejado de contar los años. "En el 64 o 65, creo", murmura su boca desdentada mientras su mirada persigue un pájaro que vuela más allá de la concertina. Contar pájaros. Dice que ese es su entretenimiento, su rutina, cada día que sale a pasear por el patio de la cárcel. Entre sus plumas, cuenta, viaja enredado para descubrir el mundo ya desconocido que hay al otro de los muros. Cuenta que ha viajado a Brasil, a Argentina, a Suecia y a Irlanda, con la imaginación que vuela entre los corzos, las cigüeñas y los cuervos que cada mañana pasan por allí sin detenerse. "Estoy aquí porque maté", reconoce sin orgullo. Hace ya tiempo que olvido las razones de la reyerta. El odio también se ha esfumado. Básicamente esa es toda su historia. De él, esgrime, sólo valen sus ojos, esos ojos donde se mezclan amarillo, verde y gris, esos ojos que persiguen. Su cuerpo se le ha ido encogiendo sin darse cuenta, plegado con los años que ha pasado allí y que ha dejado de contar. Para demostrar que algún día fue joven, sin canas, sin esa barriga que se bambolea al caminar y la leve cojera de su pierna izquierda saca una foto del bolsillo donde, entre las dobleces, se adivina un chaval moreno, casi adolescente, de rostro enjuto y con su misma nariz aguileña.
Hoy Lisardo camina con pasitos chicos por la cárcel, como si quiera recorrerla entera, rincón a rincón. Sólo al principio de llegar, dice, se metía en revueltas con otros presos, peleaba, traficaba y se envalentonaba, después los años comenzaron a pesar en la espalda y se apartó de las trifulcas. Quiso ser invisible y lo logró. Se escondió entre sábanas, calzones manchados y trajes blancos hasta desaparecer. Sólo en sus paseos por la arena levantaba la cabeza, y perseguía. "Bastante eterna es ya la cadena perpetua cómo para pasarla entre puños", musita. Pero hoy no es un día cualquiera. Lisardo ha recogido con su pulso nervioso su Biblia, su muda, su foto, un mapa del mundo ajado y sus dos trajes marrones en una maleta de piel. Hoy al fin es mañana. Cuando ya no la esperaba le han concedido la condicional. Ahora, que tan viejo se siente, le imponen la libertad.
Pero no tiene miedo. Dice que ahora podrá pisar todos aquellos lugares que conoció entre plumas. Alguien ríe ante la revelación. Pero Lisardo hace como si no se entera. De hecho a Los Ángeles, Londres y Egipto los ha rodeado con un círculo rojo en su mapa. Se siente cansado, mira con nostalgia las piedras del patio, el alambre y los pájaros, su mundo, antes de encaminarse pasito a pasito a un mundo que sólo conoce por fotos. Levanta la mano, tímido y mira atrás para decir un último adiós. Pero, entonces, cuando iba a recorrer el último metro, ese que le alejaría definitivamente de allí para instalarle aquí, un pájaro gigante (enorme, de plumaje azul eléctrico y un pico dorado) llega del cielo, se posa dócil ante él, ahueca sus alas, le invita a subir y emprende el vuelo arriba, arriba, más allá de donde alcanzan a mirar los ojos. Dicen quienes lo vieron partir (vigilantes, el alcalde y algún preso, aún con medicación causada por la experiencia) que Lisardo reía estrepitosamente mientras se sujetaba el sombrero, que parecía reír como si, en realidad, su vida no se hubiera marchitado entre las concertinas, como si en realidad su vida comenzara en ese mismo instante.