martes, 9 de diciembre de 2008

De vuelta

Llegó y se me secan las palabras. Surco las entrañas de Madrid entre periódicos, Amaral y el metro y se me agolpan en la cabeza, luchando por salir. Vuelvo a escribir. Lo haré cada noche, me prometo. Y aquí estoy, sin palabras pero con ganas de escribir. Es demasiado de noche y yo madrugo demasiado mañana. Aún así, aquí dejo mi primer naúfrago, el de mi vuelta definitiva, a ver si algún navegante lo pesca mañana...

jueves, 21 de agosto de 2008

Desde Madrid

De nuevo escribo con el corazón en un puño, de nuevo un azote a Madrid. Ayer, a esta hora, sólo una imagen, una humareda vista desde Telecinco que nace en Barajas. Una humareda demasiado densa para no ser nada. Temo volar. Siempre me ha dado pavor y evito, siempre que puedo, los aviones. Cuando uno los ve, piensa cómo narices volará. En mi último vuelo, hace once días volé con Spanair desde Tenerife. Mi avión, uno similar al que estalló ayer, quizá el mismo, nunca lo sabré. Tuve miedo. Me tomé un Lexatín, a pesar de mi miedo, nunca había echado mano de los ansiolíticos hasta esta última vez. Esperamos horas a tomar nuestro avión, las maletas subían y bajaban ante diez personas congregadas ante el avión, decidiendo si volaba o no. No lo quiero pensar. No lo quise pensar entonces, tampoco puedo ahora. Recuerdo que, justo antes del embarque, le pregunté a un hombre de Aena que qué pasaba, que si era peligroso volar y me replicó con seguridad que si la compañía eran Iberia, Spanair y otra cuyo nombre no recuerdo, no podía haber miedo, que con éstas no había problemas. Once días después quizá no piense lo mismo.

jueves, 10 de julio de 2008

Gran Vía

A veces, mientras camino por la Gran Vía, Madrid me abruma.
A veces la siento tan inmensa, a ella, que hace sentir pequeña.
A veces pienso en que el mundo está repleto de nombres, vidas y personas que desaparecen sin dejar rastro alguno, y nuevas vidas se construyen sobre aquellas que pasaron y no conocimos, nunca conoceremos.
A veces creo que el tiempo es un veneno eficaz: nos mata lentamente mientras nos alienta a mirar siempre adelante.
A veces, mientras camino por la Gran Vía de Madrid, miro a los limpiabotas arrodillados siempre en los cines Capitol y pienso en el número de zapatos que habrán limpiado, en las historias que, en el cuero, leyeron mientras bruñían una piel curtida sobre asfalto.
A veces me gusta sentirme arropada por Madrid, aunque, eso, sólo sea un espejismo urbano.

lunes, 30 de junio de 2008

Calores españoles

Ya hace calor y España es campeona de Europa. España es campeona de Europa y hace mucho calor. Mi amiga Ana ya no está y para encontrarla en Las Alitas o en el VIPS de la Ribera de Curtidores deberé ir primero a Rentería. Me duele la cabeza y no sé si es por mi Nuvaring (me han dicho que los anticonceptivos te producen dolor de cabeza) o por el inmenso sofoco. Duermo con el Señor Jota a ritmo de ventilador y mi corazón se mantiene ajeno a la brisilla caliente que surge del aparato, siempre está ardiendo, tanto su piel como mi corazón. Regreso de vacaciones y en tres días ya acumulo más estrés que en el mes previo a antes de irme. Pero España es campeona y eso como que lo alivia un poco todo. Fernando Torres, además, marcó el gol de la final. El gol de la Eurocopa. El gol del título. El único gol. El que pasará a la historia. Y, para los que somos rojiblancos, eso alivia el calor y todo lo demás, porque ese gol lo marcó nuestro Niño que, aunque esté en Liverpool y no en el Atleti, nunca se ha ido del todo...

lunes, 9 de junio de 2008

¿Apocalipsis?

Apocalisis. Guerra total. Supermercados vacíos. Pillaje. Piquetes. Hambre. Ruina. Silencio. Miedo total. Terror a secas. Todas estas palabras se me venían a la cabeza hoy, con las imágenes de los Informativos de Telecinco repitiéndose en mi cabeza: carreteras colapsadas, estantes vacíos, reporteros ante las cámaras en Madrid, Barcelona, Valencia, Alicante, Sevilla y Granada hablando de desabastecimiento, de falta de alimentos. Eso y un mensaje de mi padre: "Compra leche y cereales que se prevé falta de alimentos básicos". Y, por supuesto, corrí del Calderón al Mercadono sobre mis doce centímetros de tacón sin tiempo ni intención de pasar por casa para cambiarlos. ¡Se acaba el mundo! Tengo que comprar leche, atún, pasta y arroz para comer cuando los supermercados deban cerrar porque ya no pueden vender nada, todos sus estantes están vacíos, en las gasolineras habita el polvo y la crisis empieza a tener el sonido de nuestras tripas pidiendo comida. ¡Pero qué locura es esta! ¡Por Dios! Me he gastado sesenta euros en el Mercadona, he pujado como una tonta por siete bolsas de plástico y una caja de leche sobre mis doce centímetros, me he destrozado los pies, pero eso sí, tengo la despensa llena, por si acaso.

lunes, 2 de junio de 2008

Sobre príncipes y ranas

Cuando el señor Jota me abraza, a veces, se detiene el tiempo.
Lo sentí anoche, mientras veía Persépolis y él arribaba de su pueblo envuelto en una nube de Hugo Boss y alcohol de la noche anterior. Me abrazó mientras metía la cabeza en mi cuello y me respiraba, me abrazó sin mirar la televisión, sólo respirándome a mí. Toda la vida espere conocer a alguien como el señor Jota: si cuando era chica me hubieran pedido un retrato robot del que, soñaba, sería el hombre de mi vida, quizá le hubiera dibujado a él. Pero me perdí por el camino. Los cuentos de hadas me hicieron soñar demasiado, anhelar mucho de quien poco merecía, saturarme de historias en las que sólo uno amaba y ese uno era yo, autodestruirme, destruir aquella niña que soñaba y escribía con príncipes azules. El señor Jota llegó cuando ya no esperaba que nadie llegara, cuando descubrí que a las niñas no deben leérseles aventuras de príncipes azules, porque ninguno de ellos, ni el Blancanieves ni el de la Bella Durmiente ni el de la Cenicienta, salieron jamás de los cuentos. Ni siquiera disfrazados de rana.
Ahora sigo sin creer en los príncipes. Pero creo en las personas. Creo en el señor Jota.

viernes, 30 de mayo de 2008

Antes de todo esto

Hacía calor y los relojes pasaban de las cuatro. Unos travestis bailaban y yo caminaba con miedo a reencontrarme, a revivir, la presencia de un amor que casi me mató cuando le vi: chico moreno, camiseta de rayas grises y mirada ausente. Con eso me bastó para posar mis ojos sobre él. Comenzó el juego. Mirada, respuesta, ojos bajos, otra mirada y, de nuevo, la rueda en marcha. De pronto, deja de estar en mi espalda, ahora está delante. Será por mí, por el juego de miradas, pensé. Y esperé que se acercara, pero lo más que vi es que cogió su abrigo y se marchaba. Entonces, en un acto reflejo, estiré el brazo, le detuve y le dije al oído: "No te irás de aquí sin decirme cómo te llamas". "Evaristo". Dos besos en la mejilla lentos y una proposición, mejor uno que dos. Y acepté. Por qué no. Desde la distancia me gustaba, por qué no probarlo. Lo hice. Fueron tres besos, cuatro a lo sumo y un teléfono. "Me encantas, me encantas", escribí al salir de la discoteca, y lo envié. Al día siguiente tenía una respuesta: "Y tú a mí". Poco más sabía del chico de la camiseta de rayas grises y la mirada ausente. 28 años, casa a las afueras de Madrid y ganas de otro encuentro. Eso fue lo que me dijeron sus mensajes. Yo estaba muy lejos del kilómetro cero. No hubo cena, aunque me invitó a conocer su casa, no la hubo, no. Al volver a Madrid le envié un sms al no volver a saber de él. Llamada y una cita para el viernes, pues. Llegó el día, nueve y media, barra de un bar de La Latina y un chico que entra y yo saludo al reconocer al chico de la camiseta de rayas y poder llamarle por su nombre. Cena para dos y copas para como si fueramos cuatro. Otro beso. Y otro. A cada cual más intenso. "Me gustan las chias rubias y lanzadas, como tú". Del bar, a un taxi; del taxi, a casa. Pero no hubo magia, ni artificios tampoco. A las nueve las obligaciones mandaron y la cama volvió a ser demasiado grande para una sola persona. El lunes él, además, volaba fuera para poner entre el pasado y el futuro un océano por medio. El lunes, además, la pantalla de mi movil se rompió y, aunque llegaran, los sms no existían. Lunes. Martes. Miércoles. Jueves. Viernes. Cinco días de silencio y pocos recuerdos. ¿Y si le llamaba? Eso podía hacerlo, pero ¿y si él no quería? Opte por no llamar, opté por no hacer nada. El viernes, por la tarde, la factura del móvil me dio su número de teléfono y le envié un sms desde mi otro móvil. Contestó horas después. "¿Quién eres?". Lo expliqué, lo del móvil roto y su réplica tuvo sorna: "No me extraña que lo palmes, con lo que bebes". Al rato, otro sms suyo que preguntaba por los planes nocturnos no tuvo respuesta. Al día siguiente me ofrecía una cena tranquila con Lambrusco. Y acepté. Aquella mirada me atraía. Quizá, sí, me gustaba. Cuando su coche negro se detuvo aquella noche delante de mí y le miré sin alcohol por medio pensé que era más guapo de lo que recordaba. Tortilla, sidra, vino fresco y una luna roja. Besos profundos, caricias intensas, noche larga. Desperté en su abrazo, y me gustó.Recuperé mi móvil, pantalla nueva y lectura de mensajes viejos: cinco llevaban su firma. Otra cena, también en su casa, y un descubrimiento, la chica rubia lanzada persigue un sueño de letras y tapas duras. Conversaciones de almohada, preguntas directas (Te gusto; si; y yo, si) y confesiones (la verdad, hay muchas cosas de ti que me gustan, pero sobre todo, que seas lista). La noche es larga e insonme, la noche huele a Hugo Boss. Sin alcohol ni más gente que dos, uno y otro, tampoco hay máscaras; lo que hay es lo que es, sin más, lo tomas o lo dejas. O repites. Eso fue lo que hice. Miércoles de besos y cena compartida. Un viaje que se retrasa por permanecer en unos brazos, en el tacto de una piel suave como la piel propia. Domingo de fútbol, resacas, rayadas y lluvia. Adiós sin un te veo mañana como despedida. Mensajes. "Estoy para ti". Martes que sigue, lágrimas laborales y un examen de inglés lo arreglan una pizza quemada y un gol del Real Madrid. Otra luna roja, otra confesión de alcoba ("Me casé y me divorcié hace unos meses") y el abrazo que se hace más largo, más intenso, más abrazo. Entonces, recordé a aquel que me había roto en dos hacía tan poco tiempo, tan pocos meses y pensé que menos mal porque, sino, quizá, ahora no viviría este abrazo. Comida a medias, llamada del pasado, unas patatas que se queman. Y, más tarde, cada uno por su lado, una recopilación de cuentos y un mensajes que agradece la oportunidad de conocerme más y más. Y el miedo, la amenaza, el terror a que un océano ahoge esto que percute en mi pecho. Sábado de éxtasis, una comida larga y una tarde de trabajo, un "tenía ganas de verte", casi como bienvenida. Más besos, más noche intensa, más planes. Un baño que se aplaza, una botella de vino blanco que se enfría en el frigorífico, un 69 como referencia, el número del amor, el número del encuentro, el número de la distancia entre uno y otro. Una cartera que se pierde sin llegar a perderse. Un cita dos días después de la última. Cañas en Irlanda sin moverse de Madrid y un pasado, un anillo, que se explica. Magia, electricidad. Un papel del pasado en el presente y el recuerdo del último desamor vuelve a mi piel. El miedo y el vértigo se instalan debajo de mi piel. Por un lado, el viaje largo; por otro, un pasado del que no se conoce el presente. "Tengo que hacerme a la idea de que me voy a ir". Y mi corazón que habla en morse: "Ojalá no te fueras, ojalá no pusieras un océano entre nosotros". "No volvemos a vernos si luego tanto va a doler". El que habla es mi miedo. "No, jamás congenié con nadie como contigo". Quien lo dice es su voz. Langostinos para desayunar y un te veo pronto incrustado en el adiós. Un beso largo en la despedida. A Hugo Boss huele ya todo. El miedo al vértigo, que es peor que el miedo y el vértigo por separados, instalado más allá del tuétano. Una cena para dos. Setas, lomo y tres botellas de Lambrusco. Una pregunta: "Ves mucho a tu pasado" y una conversación que versa sobre un curriculum. "Yo no soy tu aquel. Yo soy yo". Y punto. Y me lo creo. Churros y macarrones. Sudores y agua al unísono. Abrazos y un reloj que marca las seis. Café para dos. Y el océano que no sé si saltará, la amenaza, el miedo. Una playa de fin de semana y cuatro días para nosotros. Cuatro, solos, con el miedo al pasado y al océano instalado en mi cabeza, y la esperanza que el chico de rayas se quede más allá del mañana.

En el principio...

Acá lanzo mi primer naúfrago. La primera de mis señales. A ver si alcanzo Orión sin moverme de Madrid.